Las elecciones del pasado 14 de marzo revelaron dos hechos cuantificables: la continuidad mayoritaria del uribismo y la emergencia de nuevas y minoritarias agrupaciones políticas no tradicionales. Lo anterior da como resultado que la alianza suprapartidista congregada alrededor del evangelio laico de la seguridad democrática continúe su curso incierto, justamente por ser mayoría. Si consideramos previamente el fallo de la Corte Constitucional contra la reelección y lo vemos al trasluz de las elecciones de Congreso, el mismo no redujo la voluntad del electorado afecto a Uribe y, por el contrario, las llamadas justas electorales, solidificaron el coro que aboga por la continuidad del uribismo y sus frutos más allá del 7 de agosto, pese a la abultada abstención electoral y la alarmante ineficiencia de la Registraduría. El mapa político no ha cambiado.
Las principales fuerzas políticas que vieron el nuevo día con la luz de la victoria luego del proceso electoral (salvo el Polo Democrático y Mira), han sido o son (y seguirán siendo) cercanas al régimen presidencial que las acuna y que hoy está en el ocaso, no así sus políticas, no así sus escándalos. Todas ellas creen en las trompetas que derribaron las murallas de Jericó y, según la certidumbre bíblica que hace suyo el poder de lo invisible, puede haber uribismo sin Uribe.
Después del respiro constitucional que significó el fallo negativo de la Corte a Uribe, decisión que incluso fue celebrada en lejanas tierras y en publicitada misiva que Barack Obama le dirigió al afectado con el santo y seña de la felicitación, los feudos uribistas refrendaron con su voto la opción de la seguridad democrática que para propios y extraños tiene el signo de la victoria y reza desde hace ocho años: bajo este signo triunfarás. Pero la política se hace con hombres, y la política de seguridad democrática sin Uribe no es tal.
No importó que el Departamento de Estado días antes del 14 de marzo cuestionara en detallado informe de Derechos Humanos la corrupción galopante que con nombre propio, Agro ingreso seguro, no tiene como corresponde en los estrados judiciales a ninguno de sus patrocinadores y/o beneficiarios; y menos importó que en el mismo memorial salpicado de elogios y desafectos al gobierno se reconociera la violación persistente del derecho fundamental a la vida por parte del Estado colombiano. No importó: la seguridad democrática venció en las pasadas elecciones. Como quien dice, arrasó. Muchos lo siguen celebrando, como si la victoria en sí misma fuera noticia. Es claro que el país es uribista, y que dicha ideología tiene sus matices como profanos tienen los templos.
La noticia es saber quién sucederá a Uribe; si él o ella, es caudillista como aquél, tanto o más; si puede mantener la seguridad democrática sin recursos; y si ganará en primera o en segunda vuelta.
Contrario a lo que se puede creer, las elecciones de Congreso, aún no definieron la relación de fuerzas a favor de uno o de otro de los candidatos presidenciales; nadie puede decir: ecce homo. Sólo bendijo la seguridad democrática como discurso. Pero la misma es aún espíritu y vaga por el espectro de la política en busca de un nombre y un contenido que le dé forma como cuando se dice: polvo eres y en polvo te convertirás. Hoy la seguridad democrática está huérfana de líderes, aunque los aludidos se hagan pasar por tales y muchos de ellos se den puntapiés entre sí, creyéndose sus mentores, discípulos o hasta sus herederos testamentarios.
Las elecciones legislativas demostraron que la división del uribismo no está en los votos como en los líderes: hay uribismo, pero no uribistas, es decir caudillistas. Que el uribismo sea mayoría, se sabía; que la oposición al mismo no iba a contarse por millones, de necios era imaginarlo. Pero que aquéllos se dividieran más luego del primer pulso electoral, es tema de análisis. Santos, Vargas Lleras y Sanín tendrán el reto de mantener la ideología uribista en alto o atestiguar su caducidad histórica sin Uribe. Entre más el 7 de agosto anuncie su presencia inobjetable, la alianza suprapartidista coronada con la imagen de Uribe y el verbo de la seguridad democrática, tenderá a personalizarse hasta hacer posible lo imposible, llegar a la segunda vuelta electoral. Y permitir acaso que otra alianza, no uribista, con Mockus a la cabeza, se haga a la jefatura del Estado.
Hasta ahora la vacante del 7 de agosto sigue siendo codiciada y pretendida; más lo primero que lo segundo. Nada hay claro al respecto, salvo la lucha por un guiño, un asentimiento o un manifiesto y concluyente sí de Uribe. Pero ya se sabe, gracias a las elecciones legislativas, que la seguridad democrática necesita, si quiere seguir existiendo, una nueva alianza sin Uribe. Entre más demore esta alianza suprapartidista en tener líder único, jefe como se dice en el argot subalterno, más certidumbre habrá de una segunda vuelta electoral en ausencia de aquel que ganó sus dos consecutivas presidencias en primera vuelta. Uribe era un caudillo populista, era un programa, y sus ocho años de gobierno lo confirman. ¿Hasta dónde Santos, Vargas Lleras y Sanín son líderes caudillistas?
Si la alianza uribista no logra ganar en primera vuelta presidencial, la seguridad democrática tendrá sus días contados en la segunda.
*Profesor de la Universidad Nacional de Colombia. Grupo de Investigación Presidencialismo y Participación
Columna publicada en eltiempo.com marzo 26 de 2010