En la historia mundial de las letras, el apellido Saramago será recordado como aquel que le dio el primer nobel de literatura a Portugal en 1998. Y si avanzamos en las precisiones que nunca faltan, también fue el primer nobel en lengua portuguesa, contando esa vasta y maravillosa literatura del Brasil, aún sin premiar. Pero Saramago, es un apodo, un sobrenombre, un mote con el que quisieron, y a fe que lo lograron, distinguir y menospreciar al papá de José de Sousa. Sin embargo, para paradojas, está la vida: ese niño también fue bautizado con el nombre del padre, pero de él no heredó propiedades, honores o distinciones, pues no las tenía en su haber como policía pobre que fue, a no ser el apellido que en realidad es un apodo, desconocido para muchos, pero desde 1998 laureado con un nobel de literatura más que merecido: Saramago.
Alguna vez José de Sousa, nacido en un pueblo perdido en la provincia de Portugal, Azinhaga, “el culo del mundo”, según dijo, ese hombre que llegó a ser nobel tardío de literatura a los 75 años, el niño delgado y entristecido hecho hombre de letras, el autodidacta amante de las bibliotecas públicas, el enamorado de Pilar del Río su traductora al castellano, aquel que venía de una familia de campesinos iletrados, pobres y sin perspectivas de progreso alguno, el niño que nació reconociéndose en la explotación de sus mayores que no tenían ni baño en un hogar que es mucho llamar casa, ese mismo que recibió las burlas de sus familiares cuando lo oyeron leer sus primeras frases en alguno de los periódicos viejos que sirven para todo menos para aprender a leer, dijo en una de sus novelas: “Lo que no es literatura es vida”. Porque para él, su vida misma no era literatura. Otra cosa pensamos sus lectores, ayer asombrados con su imaginación literaria, orgullosos con su creación humana y su sensibilidad como ciudadano, pero hoy entristecidos con su partida, esperada, es cierto, por eso mismo lamentable y dolorosa. Definitiva.
Ha muerto un amante de las letras, gran lector y entusiasta novelista que llenó con su creación artística las horas y los días de quienes queremos encontrar, y a veces encontramos, explicaciones al mundo presente, a sus absurdos o a sus desesperanzas, desde la poesía, las novelas, el teatro, los cuentos, los relatos personales, los artículos de prensa. Saramago transitó esos mundos y entre las páginas de sus 30 libros nos enseñó a mirar la realidad con los ojos del que pregunta, con la mirada de aquel que no se calla ante los horrores del mundo, incluso con 87 años no pensaba dejar la pluma. Él no escribía, miraba. Y su mirada no sólo cuestionaba este mundo de injusticias, mentiras y violencias, sino que creaba una sensibilidad especial para que los lectores nos diéramos cuenta de que existe el sentido común de las cosas. Ese que no vemos, ese que nos haría espantarnos de lo que somos: seres crueles, indiferentes, insociables…
Para Saramago todas las cosas nos ven, así nosotros no lo advirtamos. Todas las cosas de la vida y de la muerte ocupan un lugar en el mundo de los hombres, el problema está en que somos ciegos o vivimos en cavernas que llamamos ideologías de las que nunca salimos como en el mito platónico. Nuestra identidad está siempre en cuestión y no somos conscientes porque no queremos saber lo que somos, y menos queremos abrir los ojos para cambiar de mundo. Saramago como artista que fue escribió para mirar. Su mirada era la del ciudadano que pensaba, analizaba y cuestionaba este orden de cosas, esta realidad capitalista en el que no se hallaba ni se reconocía, y en el que, por supuesto, tomó partido a favor de los explotados. Él que era, toda la vida lo fue, un hombre de izquierda, como tal vez no ha habido nobel de literatura.
Se ha ido un escritor político, un hombre que se hizo a sí mismo, aquel que no perteneció a ninguna escuela literaria y que menos quiso fundar alguna. Ejerció el libre pensamiento como su conciencia de ciudadano autónomo se lo dictó, asumiendo sus costos, los que para un escritor se resumen en la censura y el silencio de los editores, por algo vivió y murió en Lanzarote, España. Consecuente con su pensamiento de izquierda, con su pasado como obrero explotado, con su admiración por Marx, como hombre inscrito en la gran división social del trabajo tomó partido desde muy joven por el ateísmo y el comunismo en plena dictadura de Salazar, del cual hay un cuento extraordinario en Casi un objeto.
Su lucha como artista, como escritor, como ciudadano fue contra las ideologías que se declaran a sí mismas eternas, únicas, absolutas. Sus novelas así lo revelan: La caverna es una reflexión sobre las miserias del capitalismo; El evangelio según Jesucristo es un ensayo sobre el nacimiento del cristianismo como relato histórico; Levantado del suelo es un cuestionamiento del latifundio y del campesinado explotado; El ensayo sobre la lucidez es una novela sobre el poder de la autonomía individual y colectiva en un país donde la política es una mentira que se cuenta con votos; El hombre duplicado es una reflexión sobre la falta de identidad del hombre moderno; Las intermitencias de la muerte es una discusión sobre el poder del amor frente a la muerte; El ensayo sobre la ceguera es una lectura de la crisis de la razón humana para explicar y transformar el presente. Y así muchas otras, como Manual de pintura y caligrafía o Historia del cerco de Lisboa, obras donde refrenda el valor de la palabra escrita y su poder no advertido: todo se puede cambiar.
Se extinguió ese elefante de la literatura, José Saramago, y el mundo de las letras ha perdido un pensador inigualable, un filósofo de la palabra escrita, un hombre democrático, aquel que nos enseñó a mirar el sentido común de las cosas, a reconocernos en ellas y a no olvidarlas. Las intermitencias de la muerte, una de sus últimas novelas, empieza y termina con una propuesta de no olvido, como tal vez José Saramago, el maestro, el amigo, el escritor, quisiera ser recordado: “Al día siguiente no murió nadie”.